sábado, 25 de junio de 2011

LA DELINCUENTE INVISIBLE QUE TODOS VEMOS

Alberto Aranguibel B.

La televisión es la más grande estafa de todos los tiempos, y no exactamente en términos metafóricos. Desde siempre ha sido una estafa a la sociedad porque obtiene dinero usufructuando un bien público que no le pertenece, como lo es el espectro radioeléctrico, y evadiendo (como por lo general lo hace) el pago de tributos de todo tipo a las naciones en las cuales opera.
La televisión, como parte integrante de la estructura de los servicios que utiliza la sociedad hoy en día para su desempeño y desarrollo, es un atentado flagrante y permanente contra el principio del respeto a la pluralidad que ha perseguido construir la sociedad en la moderna concepción de democracia que rige al mundo, fundamentalmente porque su contenido impacta severamente la siquis de la población, induciendo conductas y comportamientos ajenos al interés individual y colectivo, cuyos efectos se traducen comúnmente en graves daños para la vida de los seres humanos.
Pero, más que todo ello, es antidemocrática porque NADIE ELIGE a quienes deciden desde los medios de comunicación el rumbo de la sociedad a través de ese perverso proceso de inducción de conductas, tan perfectamente estudiado en la ciencia social y en el cada vez más creciente número de investigaciones sobre el rol de los medios.
Usando la televisión (hoy bajo su entero poder) las grandes hegemonías dominantes han convencido al mundo de la absurda tesis según la cual la democracia sólo es posible si los medios de comunicación están en manos del capital privado, es decir; de ellos. Lo que convertiría a los medios en el mítico aparato del tiempo que regresaría a la humanidad de hoy a los oscuros orígenes de la sociedad feudal más oprobiosa, sólo que bajo la fascinación y el encantamiento que produce la imagen audiovisual. La televisión es así el único reducto del conocimiento avanzado que reivindica hoy por hoy y de manera abierta el carácter antidemocrático como su razón de ser.
En esto, el chantaje político ha sido la herramienta determinante. De no acceder los políticos a esta grave trasgresión de la democracia, simplemente serán destruidos por el devastador poder de los medios.
Por encima de esto, la televisión es un atentado permanente contra los más sagrados principios de la democracia porque, independientemente del carácter ilegítimo de quienes ejercen su control de manera absoluta (lo cual ya sería suficiente para revisar su rol en la sociedad) su contenido tampoco es decidido ni siquiera con la más mínima participación de la ciudadanía.
La televisión cercena las posibilidades de crecimiento intelectual del ser humano, no sólo porque provee un contenido mediático vulgar y degradante, sino porque a través de ese contenido muestra sólo una cara de la realidad del mundo, la realidad según la óptica capitalista. Y esa no es, ni con mucho, la única realidad. Pero además, en su más grande porcentaje, es mentira.
Es mentira que el hambre y la miseria, por ejemplo, se produce en las sociedades socialistas. Es todo lo contrario. Pero la televisión (más allá de las grotescas campañas anticomunistas) nos ha dicho siempre que es así, como una gran verdad.
En la televisión no se verá jamás bajo ningún respecto el triunfo del socialismo en ninguna de sus modalidades. El crecimiento de la economía China, el más grande logro del socialismo sobre el capitalismo a lo largo de la historia, es retorcido de tal manera por los medios de comunicación (en particular la televisión) que incluso supuestos analistas de izquierda en el mundo entero hablan de “una desviación hacia el capitalismo” en esa nación asiática, como si efectivamente la diferencia entre capitalismo y socialismo fuese el uso o no del dinero para construir el desarrollo. Chernobil sigue siendo la peor catástrofe de la historia ocasionada por la irresponsabilidad del hombre, pero no se dirá nunca en TV que lo de Fukushima es infinitamente peor, como en efecto lo es. (1)
El mundo entero está más que habituado, por ejemplo, a la figura sórdida y estrafalaria de un Hitler desquiciado y cruel, como el que nos presenta incansablemente la televisión, pero nadie recuerda tan siquiera un film sobre la naturaleza satánica del más criminal mandatario de todos los tiempos, que llegó a ordenar el lanzamiento de, no una sino dos, bombas atómicas sobre ciudades enteras como Hiroshima y Nagasaki. Hoy nadie puede saber a ciencia cierta si los sucesos de la bahía de Tonkin que dieron origen a la guerra de Vietnam fueron auténticos. Tampoco se sabe si Ben Laden fue en efecto un despiadado terrorista o si fue producto de la ficción de los cuerpos de inteligencia norteamericanos. Jamás se sabrá si las torres del World Trade Center fueron derribadas con aviones o con explosivos, aún cuando aparezcan pruebas irrefutables de lo segundo. El ser humano está obligado a vivir hasta su muerte con la simple sospecha de que se le ha mentido desde siempre.
El problema mayor no es entonces solamente el delito de la trasgresión a la democracia ni de la usura que se practica de manera institucional en la televisión sobre el resto de la sociedad, sino el del secuestro de la vida que se perpetra contra el ser humano presentándole solamente una parte de la realidad del mundo y del universo. Eso es lo más antidemocrático.
Incluso bajo el más ortodoxo esquema neoliberal, los servicios que la empresa privada ofrece a la sociedad son regulados por el Estado en representación y en salvaguarda de los intereses del colectivo. Todas las demás empresas que operan como servicio público, como las farmacias, el transporte público, la electricidad, los acueductos y las líneas aéreas, son estrictamente regulados en su funcionamiento o en sus contenidos por la sociedad a través de los órganos del Estado. Internet y la telefonía celular son demostraciones palpables de cómo un servicio público, aún bajo propiedad y operación privada, puede ser manejado democráticamente por la sociedad, que tiene siempre la facultad de decidir qué ve o qué no ve, qué busca o qué no busca, con quién se comunica o a quién bloquea, a través del celular o de internet.
En el modelo de televisión que el gran capital le ha vendido desde siempre a la humanidad, el contenido es producido o seleccionado a su buen saber y entender por quienes, mediante atribución que nadie en la sociedad ha conferido, dirigen cada canal o cada consorcio televisivo.
Hoy la televisión excede todo lo imaginable en la perpetración de ese inmenso delito contra la humanidad.
La televisión por cable (surgida en los EEUU a mediados de los años 50’s como solución a la falta de alcance de la señal abierta a los poblados rurales, pero muy fundamentalmente como necesidad de los usuarios de acceder a una programación televisiva sin interrupciones comerciales) es la modalidad mediante la cual el gran capital privado, antes que ofrecer un servicio avanzado en beneficio del televidente, perfecciona (con mucho) la naturaleza antidemocrática y profundamente estafadora de esa importante tecnología.
La agresión al televidente crece a pasos agigantados a medida que las posibilidades tecnológicas son mayores. En vez de convertirse esos avances de la comunicación en beneficios directos al consumidor, van prefigurándose nuevas y más sofisticadas formas de violación de los derechos del usuario, que llegan incluso al extremo de hacerle disfrutar de manera imperceptible la expoliación a la que es sometido.
El comercial de televisión existe porque el pago que hacen los anunciantes por ser exhibidos públicamente a través de ese medio es la fuente de ingresos con la cual se sostiene la empresa televisiva. Sus equipos, sus empleados y su operación (además de la inmensa fortuna que les permite acumular a sus propietarios utilizando, como hemos dicho, un bien colectivo propiedad de la sociedad en su conjunto), son sufragados con un servicio que prestan al anunciante. Pero el poder hegemónico del gran capital, a través de sus corporaciones mediáticas, ha convencido a la humanidad de que el comercial de televisión es un servicio que se ofrece al usuario (a quien en muchos casos llevan a considerar el acceso a los comerciales como un derecho) y, en el menor de los casos, como información o simple entretenimiento incluso.
Convertir el comercial de televisión en parte de la programación, cobrándole sumas de dinero al usuario en contraprestación, es configurar el grave delito de estafa, establecido en todas las normativas legales del mundo, si a la vez se le está cobrando al anunciante por transmitir ese mismo comercial. Y eso es exactamente lo que hace la televisión por cable.
La televisión evoluciona, crece en su dimensión, llega cada vez más a los rincones más apartados del planeta, y con ello avanza la perversión y la ilegitimidad sobre la cual se erige. El estallido de la sangre en la pantalla es hoy el código visual estandarizado como lo más sublime a lo largo de toda programación. La depravación de la sociedad (inducida por la misma televisión) es el tema común del contenido mediático, colocado en forma tan sistematizada como ninguna ciencia avanzada pudiera lograr.
Sin embargo, ese mismo contenido mediático, concebido como instrumento de enajenación y dominación antes que como entretenimiento, es violentado por las corporaciones de la televisión en formas cada vez más brutales y agresivas, sin que la gente se percate de ello. Una novedosa forma de agresión (y por supuesto de estafa) es la modalidad de los llamados canales “premium”, mediante la cual se incorporan al “paquete” de canales ofertado inicialmente al usuario una cantidad adicional de nuevos canales por un precio mayor. En Venezuela, las llamadas “cableras” (o compañías de televisión por suscripción) venden estos canales, por lo general de programación fílmica supuestamente sin interrupciones, para que luego de adquiridos el suscriptor se encuentre con la sorpresa de que las películas están en idioma extranjero y que, si quiere verlas con subtítulos, debe cancelar otra suma extra de dinero mensual, vea o no vea sino una que otra película durante el mes.
Es robo en descampado frente a nuestras narices, pero en nombre de la “sagrada” libertad de expresión, el mundo calla y la estafa crece.
No uno sino varios centros tecnológicos en los EEUU se dedican desde hace más de cuatro décadas al estudio del comportamiento del televidente, en la búsqueda de nuevas fronteras síquicas para someter al individuo de manera imperceptible. En ellos se realizan estudios avanzados de carácter científico para comprender con total exactitud al ser humano y los fenómenos audiovisuales a los cuales reacciona de una u otra manera. Por ello es absolutamente inconcebible que exista algo de casual en la interrupción que se hace de manera permanente en la programación que el usuario contrata cuando adquiere los servicios de una compañía de TV por cable o por suscripción (Disney Media Networks, sólo uno de los grandes laboratorios de investigación norteamericanos orientados al neuromarketing, estudia el comportamiento del teleespectador bajo la premisa de su Director General, Duane Varan, según la cual: “La Televisión es una experiencia intrínsecamente emocional pero sucede que no podemos expresar qué es lo que impulsa nuestro comportamiento”) (2)
De acuerdo a lo que determinan esas investigaciones a las que es sometido el teleespectador, la interferencia del contenido mediático hace que el usuario desvíe inconcientemente su atención hacia un mensaje que no es de su interés y que no es aquel por el cual está pagando.
La interferencia de una película cualquiera, concebida como una pieza audiovisual integral realizada por sus productores con elementos de composición actorales, escenográficos y narrativos determinados, cuya interrupción alteraría el espíritu o incluso el sentido de su propuesta, comprende la pérdida del dinero que el espectador ha invertido para tener derecho a ver esa película. Por eso JAMÁS se verá en ningún canal de televisión en el mundo, la interrupción de un comercial con ningún tipo de inserts como los que cada vez más interrumpen la programación que ha sido comprada por el usuario.
Es decir, la televisión ha pasado de cobrarle a los anunciantes por transmitir comerciales para que la sociedad pudiera ver televisión de manera gratuita a principios de los años 50’s, a cobrarle hoy a los anunciantes y a la sociedad ya no sólo por ver el mismo comercial que ya el anunciante pagó, sino que además se le penaliza incluyendo también publicidad en medio de la programación por la cual ha pagado para no ver comerciales.
Si a ello agregamos que la gran mayoría de los comerciales a los que es expuesto el suscriptor es publicidad engañosa, que induce a gastar en y a consumir productos que no necesita, y que en gran medida exponen su salud a riesgos que pueden llegar hasta la muerte, como es el caso de la infinidad de productos para adelgazar rápidamente sin ningún control médico, vamos a encontrar que el suscriptor termina pagando en realidad para que atenten contra su vida.
En resumen, la modalidad de la interrupción de la programación televisiva mediante inserts comerciales de todo tipo, en forma cada vez más extensa, grosera y ofensiva, constituye una clara violación del derecho del usuario a ver solamente el contenido por el cual está pagando, además de la estafa continuada que perpetra.
El monstruo de la estafadora invisible sigue creciendo. Todos la vemos pero nadie hace nada.
En Venezuela, como en cualquier país cuya población se proponga superar el modelo depredador capitalista que las grandes hegemonías dominantes pretenden perpetuar mediante el concurso de la herramienta comunicacional, hay que promover la transformación del medio de comunicación, no sólo revisando el discurso de sus contenidos desde un punto de vista estrictamente sociopolítico, sino en términos institucionales.
Incurrimos con demasiada frecuencia en el error de creer que comunicación revolucionaria es hacer bien lo que la televisión de la derecha supuestamente hace mal. Hacer buenas entrevistas desde un ángulo revolucionario no es sino violar las reglas de la televisión comercial convencional. Hasta ahí llegará siempre lo revolucionario si la televisión sigue siendo la institución que es asumida por la sociedad como bastión por excelencia de la libertad siempre y cuando sea manejada por el capital privado.
La extraordinaria oportunidad que perdemos hoy los venezolanos con una concepción del medio de comunicación por parte del Estado orientada exclusivamente a promocionar logros del gobierno, será irrecuperable si no entendemos a tiempo que la vida no se nos puede ir en una interminable programación de entrevistas recurrentes a casi siempre los mismos personajes, (desperdiciando el enorme poder que brinda hoy la tecnología digital para hacer más producciones en exteriores, junto al pueblo y con su participación a fondo), confundiendo siempre los conceptos de información y propaganda, en un uso indiscriminado de noticias que en realidad son comerciales institucionales, y de interrupciones de la programación con “avances noticiosos” que no son sino reiteraciones propagandísticas (con lo cual se va destruyendo progresivamente el verdadero carácter atencional del “avance”).
Comunicar es mucho más allá que “dar a conocer”. Se requiere, si en verdad asumimos la comunicación como eje medular de la transformación a la que aspiramos, concebir la comunicación como el escenario donde debe producirse la mayor innovación revolucionaria, de cara ya no a la necesaria solución del problema del lenguaje, la simbología, la semántica o la semiótica revolucionaria que debemos construir para superar el modelo tradicional de comunicación, sino de la nueva institución verdaderamente democrática que requieren las sociedades del presente, pero también del futuro, a través de la cual fluya verdaderamente libre el nuevo conocimiento del ser humano en pos del mundo de bienestar y progreso prometido.
Para eso se necesita pensar en un nuevo modelo de medio comunicacional y no en el perfeccionamiento o adecentamiento del viejo y delincuencial modelo burgués.
(1)
(http://english.aljazeera.net/indepth/features/2011/06/201161664828302638.html).
(2)
http://corporate.disney.go.com/corporate/moreinfo/media_advertising_research_lab.html

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